"Soledad, ¿por quién preguntas
sin compaña y a estas horas?
Pregunte por quien pregunte,
dime: ¿a ti qué se te importa?"
(Estrofa extraída del poema "Romance de la pena negra", de Federico García Lorca)
La pena hay que sudarla, como la gripe. Esto es así. Tanto, que tiene la capacidad de agarrarse a ti y no soltarte nunca.
Porque la pena te llega y te invade, te cubre y se nutre de ti, aspira cada ínfima bocanada de aire que llega a tus pulmones y lo inunda todo. Tus párpados caen, tus reflejos menguan, tus costillas crujen, tienes la boca pastosa y la comisura de los labios siempre llena de un jugo pastoso que te emboba.
Tu cuerpo se hincha y deforma, te cuesta caminar erguido, te cuesta respirar con facilidad, te cuesta encontrar algo a lo que aferrarte en tu futilidad. La pena mata. Y eso es peligroso.
Pero hemos dicho que la pena hay que sudarla. Y nada mejor que pasarla cubierto de buenas intenciones, de mantas llenas de propósitos y determinaciones, de sábanas de alegría y optimismo, de pastillas surtidas de introspección y sonrisa. De que la pena, como todo, se pasa.
Escucha todas las señales de la pena, familiarízate con ella. Así será todo mucho más fácil cuando quieras desembarazarte al ver que simplemente es una pequeña telilla que cubre tu cuerpo como una catarata formada en el ojo. Un simple y leve visillo que se despega y permite ver tu propia realidad.
La pena te engaña, te miente y te calienta. Busca el acomodo en ti, anida en tus más profundos deseos y los desbasta por dentro. Una muerte dulce en el abandono. Una perversa muerte en el abandono.
Hay que decir no a la pena. Hay que comprender sus registros y saber que mañana todo puede cambiar. Que una pena es solo eso, una pena. Que la pena, como pena solo es pasajera. Que no hay mal que cien años dure, y que la pena, como la gripe, hay que sudarla. Que es una pena que por la pena tengas que tener pena.
Bloom-Withno
sin compaña y a estas horas?
Pregunte por quien pregunte,
dime: ¿a ti qué se te importa?"
(Estrofa extraída del poema "Romance de la pena negra", de Federico García Lorca)
La pena hay que sudarla, como la gripe. Esto es así. Tanto, que tiene la capacidad de agarrarse a ti y no soltarte nunca.
Porque la pena te llega y te invade, te cubre y se nutre de ti, aspira cada ínfima bocanada de aire que llega a tus pulmones y lo inunda todo. Tus párpados caen, tus reflejos menguan, tus costillas crujen, tienes la boca pastosa y la comisura de los labios siempre llena de un jugo pastoso que te emboba.
Tu cuerpo se hincha y deforma, te cuesta caminar erguido, te cuesta respirar con facilidad, te cuesta encontrar algo a lo que aferrarte en tu futilidad. La pena mata. Y eso es peligroso.
Pero hemos dicho que la pena hay que sudarla. Y nada mejor que pasarla cubierto de buenas intenciones, de mantas llenas de propósitos y determinaciones, de sábanas de alegría y optimismo, de pastillas surtidas de introspección y sonrisa. De que la pena, como todo, se pasa.
Escucha todas las señales de la pena, familiarízate con ella. Así será todo mucho más fácil cuando quieras desembarazarte al ver que simplemente es una pequeña telilla que cubre tu cuerpo como una catarata formada en el ojo. Un simple y leve visillo que se despega y permite ver tu propia realidad.
La pena te engaña, te miente y te calienta. Busca el acomodo en ti, anida en tus más profundos deseos y los desbasta por dentro. Una muerte dulce en el abandono. Una perversa muerte en el abandono.
Hay que decir no a la pena. Hay que comprender sus registros y saber que mañana todo puede cambiar. Que una pena es solo eso, una pena. Que la pena, como pena solo es pasajera. Que no hay mal que cien años dure, y que la pena, como la gripe, hay que sudarla. Que es una pena que por la pena tengas que tener pena.
Bloom-Withno
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