viernes, 13 de enero de 2012

Historias a un amigo (3 de 4)

Los sueños rotos

El fútbol, para mí, a los 12 años, estaba en todas partes, lo impregnaba todo, era casi como Dios: Una presencia constante. Y a los trece también. Pero la parte más importante, o la principal, se truncó una mala tarde en un partido intrascendente a los veinte años. Una lesión en la que me destrocé la rodilla. Al parecer, era una triada. Me rompí el Ligamento Cruzado Anterior, el Ligamento Lateral Interno y el Menisco Interno.
Desde esa tarde, mi cuerpo no volvió a ser el mismo otra vez. Operaciones, rehabilitaciones, recuperaciones, vuelta al entrenamiento, recaídas, más operaciones… un sin fin de complicaciones. Mi rodilla dijo que no quería jugar más y a mí ni me preguntó. Una triada…
Si la imagen de Dios era la Santísima Trinidad, lo mío era una triada nada santa. Llegó, como todo lo malo, en el peor momento.
Siempre quise ser futbolista profesional, y cuando pensaba que lo podía alcanzar, ocurrió todo esto. Mi ánimo se quebró, era infeliz y hacía infelices a cuantos me rodeaban. Tenía el carácter y el alma enfermos. Me volví solitario, apático y rencoroso con todo aquel que pudiera hacer deporte de una manera normal. Mi fuerza de voluntad estaba hecha añicos por una fatalidad del destino.
Mi familia me acompañaba en todo momento y siempre tenía en ellos una mirada cálida en la que sostenerme. Parece mentira que no me abandonaran allí, después de los miles de desplantes que les hice en todos esos años en aquellas interminables sesiones de fisioterapia. Hasta que un día…
- ¿Vas a dejar de gimotear y enfadarte como un niño pequeño de una vez?
El fisioterapeuta estaba harto de mí. Era cuestión de tiempo, hacía enfurecer a todo el que me rodeaba y ni me importaba.
- ¿Qué más da? –dije con todo el aplomo que pude. No voy a poder jugar al fútbol otra vez.
Me sabía mi papel de memoria y lo perfeccionaba en cada actuación. El mundo me odia, esto me ha pasado porque la vida lo ha querido y yo soy simplemente una víctima inocente que lamenta su cruel destino. Todo teatralizado, claro está. Sólo importaba yo. Ahora él diría algo así como que eso no era cierto y que volvería a jugar al fútbol cuando menos lo esperase.
- Es cierto. No creo que puedas volver a jugar al fútbol. O al menos como tú quieres. Pero maldiciendo la suerte que tienes no vas a arreglar nada, y tú lo sabes –dijo con una tranquilidad pasmosa.
Yo era un chaval caprichoso. No me gustaba que me dijeran cosas de este tipo. Él tenía las rodillas bien. ¿Qué sabía él de mi sufrimiento?
- Sabes, llevo muchos años tratando lesiones de rodilla, y siempre las personas que han tenido más fuerza de voluntad y buen ánimo han sido los que se han recuperado en menor tiempo.
- Eso lo dices para que deje de quejarme y no darte la lata –dije con desprecio.
- Al igual que el mundo no gira sobre ti, tu cuerpo no es sólo tu rodilla.
Me miraba con atención, con sus ojos clavados en mí y una sonrisa tranquilizadora en los labios. Al rato, se fue a mirar a otros pacientes y me dejó solo.
Ese día no cambió nada, pero poco a poco interioricé lo que me quiso decir. Quizá ya era hora de dejar de llorar mis penas y empezar a recuperar algo más que mi rodilla.
Nunca pude volver a jugar al fútbol y a cada cambio de tiempo mi rodilla se acuerda de ese día donde me dejé mi carrera futbolística. Pero eso no importa.
Ahora soy yo el que ayuda a otros deportistas lesionados, los animo para que no cejen en su empeño. Algunos son fuertes, otros menos consistentes, y de vez en cuando aparece algún joven con sueños de estrella truncados y rencor acumulado, y lo miro a los ojos y le digo que no se preocupe, que todo va a ir bien, que hay vida más allá de una lesión. Él no me cree, igual que yo no creía al principio a mi fisioterapeuta.
Ahora el fisioterapeuta soy yo y mi trabajo consiste en arreglar las rodillas maltrechas de mis pacientes. Gracias a Dios (o a la Triada) encontré lo que quería ser. Me encontré a mí.

Bloom-Withno

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