sábado, 28 de mayo de 2011

Dos bancos de piedra (Una historia real)

En el camino que separa mi casa de la de mis amigos, hay una Casa de Socorro. Nunca entendimos ese nombre, nos sonaba raro. Esa Casa de Socorro tenía un porche amplio adoquinado, con una rampa para minusvalidos, unas pequeñas escaleras, y un espacio amplio donde el padre de mis amigos aparcaba su coche. Todos los días, cuando subía la cuesta para llamar a mis amigos, pasaba por delante de esa Casa de Socorro. Y de dos bancos de piedra que la custodiaban.
Mis amigos bajaban y nos íbamos a una pista a jugar al fútbol, o al baloncesto, robar chuches, sentarnos en los bancos, intentar beber agua de una fuente que sólo duraba el primer día de verano, o hablar en los columpios sin hacer nada. Después de eso, tocaba merendar.
Normalmente comíamos algo por allí, pero cuando volvíamos del parque, abandonaba a mis amigos en su casa y bajaba la cuesta. Y volvía a ver el coche de su padre. Y los dos bancos de piedra.
No recuerdo la primera vez que me senté en ellos. Seguramente sería un domingo después de jugar al fútbol con una coca cola en la mano y un balón en los pies, o mirando el coche de mis amigos (donde una vez nos metimos quince personas), o alguna vez pegando pases con ellos, que me la devolvían siempre al pie.
Esos bancos eran parte de mi infancia, y cada día los saludaba, los miraba, procuraba cuidarlos, miraba mal a los que se sentaban en ellos, y formaban parte de mí como de mis pulmones. Eran nuestros bancos.
Cosas de la vida (malas, como siempre), hicieron que me distanciara de mis amigos, amén de mudarme de casa. Cosas de la vida (buenas, que también las hay) los volví a encontrar años después forjando una amistad más fuerte si cabe.
Asi que un día fui a buscarles a su casa. Allí estaba la cuesta, y a la derecha... a la derecha...
A la derecha había una verja negra, de metal, que me impedía mirar la Casa de Socorro en toda su dimensión, una sucia verja que me alejaba de mi infancia. No había coche que guardar, ni rampa que ver, ni bancos donde sentarse. Habían tomado los bancos. ¡Nuestros bancos!
Maldije muchas veces (hoy todavía lo hago) esa verja que me privó de mis recuerdos, donde era feliz, sin preocupaciones, junto a mis amigos.
Lo bancos me miran, me gritan "¿Por qué no nos ayudas?" "¡Sácanos de aquí!". Y ellos no pueden entender que mi corazón se rompe cada vez que los veo.

Bloom-Withno

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